Nosotros cumplimos, y el país ya no aguanta más, deben salir.

 

Por José Manuel Guzmán


Después de transitar nuestras comunidades y tras tanta lucha en nuestros espacios de liderazgo, llego a una certeza ineludible, una que se refuerza hoy desde mi rol como formador y mi fe firme en la reforma educativa que necesita nuestra juventud.

El problema ya no es solo el rastro de lo que han destruido, sino todo aquello que impiden que nazca. Cada día que permanecen es una administración activa de las ruinas; un sabotaje a cualquier intento de reconstrucción que no lleve su firma. Su presencia, simplemente, es un veneno que esteriliza la tierra.

Esto ya no se trata de si lo hicieron bien o mal, si fueron corruptos o ineptos. El debate es más simple. Su sola existencia en el poder se ha convertido en el principal obstáculo para la vida. No pueden arreglar nada, porque ellos mismos son la fractura. Por eso deben salir. Y no lo digo como una consigna política vacía, sino como un requisito fundamental para la supervivencia. Es el mismo instinto que obliga al cuerpo a expulsar lo que le hace daño para poder, finalmente, empezar a sanar.

El país se ha desfigurado en lo cotidiano. Lo vemos en la mirada de los jóvenes —como nuestros propios hijos— que ya no sueñan con quedarse, y en los barrios donde la política dejó de importar porque nadie cree en un sistema que junta ladrones y los llama gobierno. Se siente en las aulas, donde hablar de democracia suena más a sarcasmo que a contenido real.

Esto no es una crisis de matices ni de interpretaciones técnicas; es un desgobierno que debe abandonar el poder. Deben salir. No solo por el daño que han hecho, que ya es suficiente, sino por todo lo que han impedido: la justicia, la prosperidad, la renovación y la dignidad.

La permanencia de quienes hoy ocupan el poder no debería ser un tema de debate. No se trata únicamente de su ilegitimidad electoral o de las violaciones a los derechos humanos, ambas realidades bien documentadas y profundamente graves. Es, además, una imposición sobre el tejido social. Es esa manipulación y control que se infiltra en la vida diaria, en la economía, en la educación pública y en los espacios comunitarios, justo allí donde la organización popular ha tenido que suplir la ausencia sistemática del Estado.

Esa contradicción, donde el Estado se ausenta de lo esencial y aparece solo para no hacer nada, no es un hecho circunstancial; forma parte de una lógica estructural. Las comunidades se ven obligadas a construir sus propios apoyos y a surfear las olas de la precariedad para cubrir las fallas de un aparato que solo produce corrupción, represión y mentira. Se ven forzadas a buscar soluciones efectivas ante la gran debacle de la salud en el país, una situación escandalosa que es, por sí misma, criminal y abominable.

Todo esto, además, se ejecuta con un cinismo absoluto, como si la población fuera ignorante o ingenua. Actúan como si la gente no entendiera que detrás de cada palabra oficial se esconde una farsa y una clara estrategia de control.

Esa misma lógica se manifiesta en un ejercicio distorsionado del poder, encarnado en figuras que no garantizan derechos, sino que imponen una forma anárquica de gobernar. El colectivo armado, la jefa del CLAP o los jefes de calle; presencias que no representan institucionalidad, sino oportunismo, vigilancia, reparto condicionado y subordinación territorial.

A este entramado se suman los corruptos enquistados en las instituciones; el que cobra una vacuna para dar acceso a un servicio de salud; el que trafica con gasolina; el que vende espacios de la ciudad para permitir la economía informal; el que impone peajes ilegales en las carreteras y roba sin desdén a cualquiera. Cada uno de ellos convierte el más simple trámite en una extorsión cotidiana.

Ellos no son expresión de un Estado social, sino de un Estado destruido, anárquico, vigilante, degradado y clientelar. Por eso deben salir. Porque no gobiernan, ocupan. Porque no garantizan, manipulan. Porque no representan, se imponen. Y porque mientras sigan allí, todo lo que es justo, digno y posible seguirá siendo postergado.

Soy consciente de que mucho de lo que describo puede sonar a lugar común. Quizás alguien, al leerme, piense que estas ideas ya son de dominio público, que es un tema trillado. Y tienen razón. Pero ahí, precisamente, radica la tragedia y la urgencia; que el horror se haya vuelto cotidiano no lo hace menos horroroso. Que la denuncia se repita no la hace menos necesaria. Al contrario, nos obliga a no callar, a nombrar lo evidente hasta que deje de serlo.

Los venezolanos no estamos llamados a resistir más; ya lo hemos hecho durante décadas. La gente sabe que este modelo no es un proyecto político, no responde a lo social y no tiene nada de revolucionario. Es, en realidad, una maquinaria de control sostenida por grupos delictivos que operan desde las instituciones, en las calles y en los medios. No representan una ideología legítima ni un proyecto de país. Son simplemente estructuras de manipulación, mentira y chantaje.

Esto deben entenderlo con claridad los jóvenes que hoy caminan junto al poder. Su acompañamiento no nace de la convicción, sino de la necesidad, la desinformación o la simple costumbre. Han sido el objetivo de una estrategia generacional diseñada para borrar la memoria digna, romper los vínculos con referentes éticos y luchas históricas, y convertir la precariedad en normalidad.

Si parecen no ver, no es por falta de capacidad, sino por el bombardeo constante de propaganda, por el miedo y por la urgencia de resolver el día a día. Frente a eso, nuestra tarea es pedagógica, emocional y organizada. Debemos desmontar el engaño, recuperar la conciencia y reconstruir el verdadero sentido de lo público.

Resulta aún más preocupante, y doloroso, que muchas personas terminen apoyando este modelo, incluso aquellas que han vivido el hambre, la miseria y el costo real de la precariedad. No hablamos solo de jóvenes amoldados, sino también de generaciones que conocen el peso de esta tragedia, que han resistido durante años, y aun así repiten el discurso oficial como si fuera propio.

El adoctrinamiento mediático y digital hizo su trabajo; envolvió, confundió y sedujo. Se impuso la narrativa del miedo, la promesa vacía y la costumbre de sobrevivir como única forma de vida. Lo más grave es que, en muchos casos, no se trata de ingenuidad, sino de cálculo. Hay quienes prefieren sostener la mentira antes que admitir que han sido parte de una estructura indigna, porque reconocerlo implicaría asumir una responsabilidad incómoda.

Por otro lado, quienes cuentan con referentes válidos de izquierda deberían ser los primeros en admitir que lo que opera aquí no es un proyecto político. No hay horizonte, no hay debate ni construcción de principios; lo que hay es una farsa. Esa rendición silenciosa también es parte del problema. No basta con señalar al régimen. Es necesario interpelar a una sociedad que ha aprendido a convivir con el abuso, que ha naturalizado la injusticia y que ha convertido la excepción en rutina. La prueba más reciente y contundente de este engaño es la expulsión del PSUV de la COPPPAL, un veredicto de sus propios pares ideológicos que finalmente desenmascara el fraude ante el mundo.

Lo más desconcertante es que, mientras en otras latitudes estas estructuras son claramente identificadas como delictivas, aquí todavía hay quienes las defienden, validan y promueven. Es como si el acomodo personal pesara más que la verdad compartida.

La normalización del abuso ya ni siquiera se disfraza; forma parte del funcionamiento cotidiano. No estamos hablando solo de un poder autoritario, sino de una cultura que aprendió a convivir con el hampa. Ya sea por miedo, por agotamiento o por simple conveniencia, muchos aceptaron lo inaceptable. Vemos alacranes que negocian sin principios, empresarios que se lucran del caos, comunicadores que maquillan la realidad y ciudadanos que prefieren no mirar. El atropello, simplemente, dejó de ser la excepción para convertirse en la regla.

Así, indignamente, muchos repiten que merecen más diálogo, como si eso pudiera borrar años de robo y represión. Poco les importa que se les identifique como responsables de crímenes de lesa humanidad y corrupción sistemática. Aquí lo que pesa es el cuadre, el beneficio y el silencio útil. No los respaldan por principios, sino porque forman parte del mismo engranaje y saben que, si el régimen cae, también se les acaba el negocio. Por eso siguen ahí, justificando lo indefendible, como si nadie estuviera mirando. Y peor aún, como si fuéramos tontos.

Ya no se puede seguir respaldando este desastre, y mucho menos por conveniencia. Profesionales, periodistas, empresarios y medios de comunicación; todos deben decidir de qué lado están. Se acabaron las excusas.

Hay un tipo de comunicadores que se presta al teatro del poder, repitiendo el guion oficial como si fuera verdad, a sabiendas del daño que hacen. A los jóvenes se les puede perdonar cierta ingenuidad; pero a los que ya tienen historia, a los que se dejaron domesticar por leyes como la Ley Resorte, a los que perdieron el decoro y se venden por miedo o costumbre, no les queda defensa. Se acomodan, se callan y se venden. Y mientras tanto, la sociedad convive con el abuso y normaliza lo que debería, por principio, indignar.

Deben irse. porque el daño que han causado es incalculable. Ni siquiera las cifras, que ya de por sí son groseras, pueden medir lo que han roto por dentro. Lo he dicho muchas veces y lo sostengo sin titubear: el delito más grave que deben pagar es el psicosocial. Es el haber sometido a la sociedad venezolana a la humillación, a la ruina y a la miseria. No solo destruyeron los valores; clavaron la daga del estómago vacío en cada casa, en la resignación de la necesidad, en cada refrigerador desolado. Es la muerte de nuestros familiares por un sistema de salud quebrado. Convirtieron la pobreza en norma y la desesperación en rutina.

La economía nos aplastó durante años, mientras la educación se desmoronaba con vergüenza. Hoy, más de ocho millones de almas vagan por el mundo, arrancadas de su tierra junto con todo lo que alguna vez nos sostuvo como país.

Duele ver cómo personas inteligentes —amigos, familiares— fueron cegadas por esta maquinaria. Atrapadas en un daño psicológico que les quebró el criterio, les borró la memoria y las obligó a repetir el discurso del poder como si fuera propio. Se aferran a relatos vencidos, a consignas huecas; a ideas que ya no explican nada y solo sirven para justificar el desastre.

Por eso deben irse. Porque lo que han hecho no se corrige con reformas ni con nuevas promesas; se corrige con verdad, con justicia y con su salida definitiva del poder.

Que los venezolanos no hayamos salido masivamente a las calles a enfrentarlos —como los partisanos en la Segunda Guerra Mundial— es una realidad que tiene una clara explicación: ellos tienen los tanques, las armas y el control de las instituciones. Por eso, ¿Pensar en una estrategia definida para pedir apoyo internacional es válida? no solo es válido, es necesario. Nuestros próceres ya siguieron ese camino al solicitar ayuda exterior para fracturar la opresión española. No se trata de debilidad, sino de inteligencia política frente a una estructura que no cederá por voluntad propia.

Después de tantos años de errores, de estrategias fallidas y de reuniones que no llevaban a nada, uno ya sabía que el juego estaba trancado. Se firmaban acuerdos, se hacían tratados, y lo único que se lograba era darle más tiempo al poder para seguir ahí, aferrado. Mientras tanto, el país se caía a pedazos y nosotros, desde donde podíamos, resistíamos.

Ellos no cedieron por diálogo ni por presión institucional. Solo cuando la estrategia se volvió clara y ciudadana —y esto no me lo contaron, uno viene de allí, de la organización y de la lucha— fue que empezamos a mover el terreno que ellos creían tener asegurado.

Esta vez sí había dirección. Se trazaron fases, se cumplieron pasos y se organizó a la gente. Desde nuestras organizaciones políticas se impulsó una formación electoral que fue histórica, aunque pocos la reconozcan. Nos formamos, nos organizamos y, desde los espacios comunitarios, acompañamos unas primarias que fueron saboteadas incluso por quienes se dicen opositores. Pero igual salimos. Sin recursos, sin estructura y sin garantías. La gente votó. Y votó con fuerza. María Corina fue la elegida, sin discusión.

Pero claro, el gobierno hizo lo que sabe hacer; trampas, mentiras e inhabilitaciones. No aceptaron a los candidatos legítimos porque siempre buscan al opositor que les conviene, el que no incomoda. Pasó uno, dos, tres candidatos, y ninguno fue aceptado. Al final, dejaron pasar a Edmundo González, no porque quisieran, sino porque ya no les quedaba otra. Necesitaban aparentar una apertura mientras, en realidad, cerraban todas las puertas. Sabían que el país ya había elegido y que seguir negando lo evidente solo los hundía más.

Así llegamos al 28 de julio de 2024, una gesta de lucha histórica. Y sí, eso lo sabemos quiénes estuvimos ese día en los centros electorales de todo el país. No fue una jornada cualquiera, fue un acto de dignidad ciudadana. Cada voto emitido se convirtió en una respuesta directa al abuso, al abandono y a la mentira.

Todo el mundo vio lo que pasó. La gente salió, votó y se expresó sin confusión alguna; lo que hubo fue voluntad. Y aunque el poder intentó disfrazar, manipular y controlar, la fuerza ciudadana se impuso. Lo que vivimos ese día no fue una simple elección, fue el resultado de trabajo previo, de organización y de aguante. Fue, también, el comienzo de otra etapa, porque después de todo lo que hemos pasado, ya nadie puede decir que no sabe lo que está en juego.

La expectativa era clara; la incertidumbre, también. Sí, ya habíamos hecho todo. Los venezolanos cumplimos, hicimos nuestro trabajo. No somos ingenuos, aunque ellos insistan en subestimarnos. ¿Iban a entregar el poder por voluntad propia? Por supuesto que no. Eso lo sabíamos desde el principio.

Pero también sabíamos que este era el escenario perfecto para dejarlos expuestos. Sin actas, sin resultados y sin transparencia, se robaron la elección a plena vista. Lo único que quedaba era salir a buscar apoyo internacional, porque el mensaje era evidente; no iban a entregar el poder por votos ni por presión interna. Solo cederían con fuerza externa, con respaldo real, con los ojos del mundo puestos sobre ellos. Aquí adentro ya lo habíamos hecho todo. La estrategia internacional debía comenzar en ese punto; convencer, con hechos, que los venezolanos habíamos cumplido y que unos delincuentes sin moral estaban secuestrando a toda una nación.

Además, hay una verdad que ya nadie puede esconder, lo que maneja a Venezuela no es un gobierno, es un cartel. Y no son solo un problema interno; son una amenaza para todo el hemisferio. Entonces, ¿por qué no pedir apoyo? ¿Por qué no buscar respaldo internacional si lo que enfrentamos no es una disputa política legítima, sino una estructura criminal que se sostiene con armas, dinero sucio y alianzas oscuras?

Hoy, a pesar de la tragedia que todos conocemos, hay quienes comienzan a esbozar una narrativa de "paz". La presentan como un gesto de altura política, como un camino necesario. Pero no nos engañemos. Detrás de esa romántica y absurda narrativa se esconde una peligrosa trampa; la de blanquear la imagen de Maduro y su gente, la de presentarlos como si fueran blancas palomas que nunca han roto un plato.

Y yo me pregunto; ¿de verdad somos capaces de darles una enésima posibilidad de dialogo? ¿Justo ahora, cuando lo que ocurre ante nuestros ojos es completamente vulgar, desfachatado y criminal? ¿Se puede hablar de paz con quien ha hecho de la violencia y el abuso su única forma de gobernar? Ofrecerles una tregua no es un acto de conciliación; es un acto de rendición ante lo inaceptable. Es, además, darles más ínfulas para que sigan aprovechándose de la diplomacia, burlándose de la gente y de los países que de buena fe han intentado mediar.

Durante años hemos sostenido lo insostenible. Reconocimos a la fuerza que lo que vivimos no era democracia, sino una estructura de delincuencia organizada en el Estado. Lo que alguna vez soñó Pablo Escobar —un poder político blindado por dinero, miedo y carteles— aquí se volvió práctica institucional. Mientras todo se venía abajo —servicios, instituciones, vínculos, certezas— nos tocó resistir, sostenernos como pudimos y entender que sobrevivir no era suficiente. En ese tránsito duro y prolongado aprendimos lo esencial. Lo que no debe repetirse.

¿Cómo entender que quieren seguir en el poder, cuando hoy —mientras escribo estas líneas— el desgobierno se hace más profundo y se nota en cada rincón? El dólar sube sin control. Los alimentos se vuelven cada día más inalcanzables. Aumentan las tarifas de los servicios públicos y del transporte sin ninguna lógica, mientras ocurre lo más abominable, nuestros ancianos y jubilados siguen sin pensiones dignas, sin medicinas, sin salud. Mueren de mengua y de olvido. Después de que Chávez jurara que los viejos de este país no pasarían más miserias, hoy están peor que nunca. Nuestros maestros también; sin un salario meritorio, sin condiciones, sin el menor respeto.

Y a pesar de esta realidad devastadora, siguen invirtiendo una cantidad obscena de dinero para aferrarse al poder. Despilfarran en cuñas, propaganda y producciones mediáticas costosas —al más puro estilo de Adolf Hitler y su aparato ejecutado por Joseph Goebbels—, todo para seguir engañando a los pocos e ingenuos seguidores que aún les quedan. Es un espectáculo grotesco que ocurre mientras los hospitales no tienen recursos y los venezolanos reciben ingresos y pensiones que son, literalmente, de hambre.

Frente a todo esto, la pregunta se repite; ¿cómo es posible que esta gente quiera seguir gobernando? ¿Qué más necesitan destruir para que se les diga, de una vez por todas, que ya basta?

Hoy escucho sus discursos y, sinceramente, lo que siento es una mezcla de lástima y rabia. Pareciera que se les olvidó, convenientemente, que fueron ellos quienes fragmentaron este país hasta romperlo. Con sus políticas populistas implosionaron la ética y lo poco decente que nos quedaba, negando cualquier posibilidad real de crecimiento.

Y ahora, en un acto de cinismo supremo, son ellos los que llaman a la “unidad”. Pero se les nota el miedo, el terror. El miedo y la presión externa de los EE. UU., respirándoles en la nuca, genera en ellos descalabro. Siguen cayendo caretas, siguen dando pasos erráticos, meten la pata una y otra vez, y no dejan de ser el centro de la inmundicia. Cada día se develan más actos de corrupción: presos en Estados Unidos detallando sus componendas y confesando cómo destrozaron un país; se estrellan avionetas de testaferros; y ellos siguen corrompiendo, robando y destruyendo. Entonces, después de todo esto, ¿por qué dudar? ¿Por qué dudar de que deben salir? Así sea con el apoyo y la presión externa.

Impulsan de nuevo las ya vencidas letras de la "bota imperialista", repitiendo que Estados Unidos es el enemigo que quiere nuestro petróleo y hasta nuestras mujeres, como si todavía estuviéramos en el siglo XVIII. Con esa excusa, llaman a defender la patria. Usando el precepto constitucional —después de haber ultrajado nuestra Constitución un sinnúmero de veces—, decretan un estado de "conmoción" externa y pretenden que nuestros hijos, que los ciudadanos que ellos mismos empobrecieron, salgan a defenderlos.

¿Defender qué? ¿Un proyecto que solo ha traído miseria? ¿Una "conmoción" externa, cuando fueron ellos, junto a su terrorismo de Estado, quienes nos han sometido a más de dos décadas de profunda “conmoción” humana? Y aquí cabe preguntarse: ¿acaso sus hijos, o los hijos de sus acólitos enchufados, también estarán en las listas para "defender la patria"? ¿O el sacrificio, como siempre, será solo para su gente?

La verdadera unidad en Venezuela ya existe, pero que no se equivoquen; no es la que ellos pregonan en sus discursos vacíos. La unidad real es la de ese noventa por ciento que nació y se consolidó precisamente en su contra, una unidad forjada en el rechazo colectivo a su desastre.

Es una unidad que no necesitó de propaganda ni de cadenas nacionales. Se construyó en la calle, en la organización silenciosa, en la solidaridad del día a día. Y esa fuerza social, que andaba dispersa, finalmente se apertrechó de un liderazgo emergente que supo interpretarla, que le dio dirección y que la convirtió en una mayoría política contundente el 28 de julio.

Por eso, que ahora sigan insistiendo con su llamado a la "unidad" no es más que un continuo y descarado insulto a nuestra inteligencia. Pretenden usar la palabra "unidad" como un escudo para justificar su permanencia en el poder. Ellos saben perfectamente que son minoría, que perdieron incluso a su propia gente con tantas mentiras.

Su llamado a la "unidad" es una táctica de manipulación dirigida a los pocos que aún los escuchan y, sobre todo, al público internacional. Es un intento desesperado por vender una imagen de legitimidad y de control que ya no tienen. Es la prueba definitiva de que, aunque perdieron el país, no renunciaran al poder.

Quien haya estudiado los elementos históricos más básicos de nuestro país sabe que esta retórica del "enemigo imperialista" es una farsa monumental. Durante el siglo XX, la relación comercial entre Venezuela y Estados Unidos fue una de las más estables y estratégicas del hemisferio. No es una opinión, son hechos. Décadas de intercambio fluido en las que nuestro petróleo encontró en el mercado estadounidense un destino constante y seguro.

Esa interdependencia no fue solo económica; marcó una época. Las inversiones norteamericanas en energía, telecomunicaciones y banca fortalecieron nuestra infraestructura y, en ese terreno, Estados Unidos se ganó una reputación firme: la de un socio que pagaba, que cumplía, que honraba sus compromisos. No había impagos ni rupturas unilaterales.

Por eso es tan absurdo escucharlos hoy. Ignoran deliberadamente que, más allá de cualquier diferencia política, existió una relación de respeto comercial y beneficio mutuo. Usan la historia como un arma, pero solo la parte que les conviene, borrando los hechos que demuestran que la cooperación es posible cuando hay seriedad y no una agenda de saqueo disfrazada de ideología.

Con esto no niego que existan elementos legítimos para un debate necesario sobre la dominación y lo que Aníbal Quijano llamó la "colonialidad del poder" en América Latina. Esa es una discusión que debemos tener. Pero, honestamente, ¿qué nombre académico le ponemos a la demolición sistemática —realizada por Chávez, Maduro, Diosdado, los Rodríguez, Padrino y su red de cómplices— de la que fue, hace apenas 27 años, la nación más hermosa y pujante de este continente? A esto no se le puede llamar política. Esto tiene otro nombre: depredación.

No se trata de entregar la patria, se trata de recuperarla. Porque si algo se entregó aquí, fue nuestra soberanía. Se la entregaron a Cuba, Rusia, Irán, China y a los grupos irregulares que hoy operan con total libertad en nuestro territorio.

¿Y ahora ellos vienen a decir que pedir ayuda es traición? ¿Quién, desde su amor a la patria, se negaría a protegerla? El problema es que ellos no son ni representan la patria. Confunden deliberadamente para hacerle creer a todos que es a Venezuela a quien se agrede, cuando en realidad son ellos los que deben salir. Venezuela no está amenazada; los que están amenazados son ellos y el inminente final de su prontuario criminal.

Traición fue ceder el país a intereses foráneos mientras se pisoteaba y reprimía al pueblo venezolano. Lo que estamos haciendo ahora es exactamente lo que toca: buscar aliados para desmontar una maquinaria criminal que, evidentemente, no iba a ceder el poder por si sola.

Por eso, desde mi espacio de lucha, con una esperanza altísima y una convicción democrática que no negocio, no puedo hacerme eco de esas voces que hoy esbozan un romanticismo irracional en contra de la presión internacional.

Escucho a quienes, con una pureza casi abstracta, argumentan que "los problemas de los venezolanos los resolvemos los venezolanos", como si estuviéramos hablando de una disputa política convencional. Ese argumento, que en un país normal sería un principio loable, aquí se convierte en una trampa mortal. Ignora deliberadamente que no nos enfrentamos a un gobierno con el que se puede dialogar, sino a una estructura criminal que ya ha demostrado que no le importa ni la constitución, ni los votos, ni la vida.

Apelar a un pacifismo idealista frente a un cartel que secuestró un país es, en la práctica, una forma de complicidad. Es pedirle a la víctima que no grite para no molestar a los vecinos. La realidad, cruda y simple, es que las fuerzas internas, a pesar de su heroísmo y de la victoria electoral del 28 de julio —y vaya que lo sabré yo por lo vivido ese día—, ya llegaron a su límite. Cumplimos. Votamos. Nos organizamos. Y la respuesta fue el robo, la burla y la represión.

Por eso, ese apoyo internacional debe ser visto como lo que es, la presión externa necesaria, el último recurso ante un régimen que se está quedando visiblemente solo en el mundo. Ya no quedaba otra opción. Solo algunos actores irracionales, o aquellos con intereses inconfesables, se atreven todavía a defenderlos.

Seamos claros, Maduro no es el presidente de Venezuela. Ocupa el poder de manera ilegítima, aferrado a él después de robar una elección. Y es aquí donde debemos detenernos y pensar en el futuro, porque la inacción tiene un costo devastador. Solo imaginen a este régimen treinta años más en el poder. Imaginen el costo de que se coman a dos generaciones más, de que nos coloquen en la senda de los países destruidos, en un escenario quizás peor que el de Cuba.

Pedir apoyo internacional, incluyendo la consideración de todas las opciones que la diplomacia y la fuerza pueden ofrecer, no es un acto de traición, es un acto de realismo. Hay que entender que ciertos problemas no se arreglan con paños calientes. Cuando nuestros libertadores buscaron ayuda afuera, no fue por ser débiles, sino por pura estrategia. Ellos sabían bien que hay cadenas que, simplemente, no se rompen sin aplicar una fuerza mayor.

No se trata de desear un escenario de violencia, nadie en su sano juicio lo hace. Se trata de dejar de ser ingenuos y entender que para negociar con una mafia, primero hay que demostrarle que tienes el poder para desmantelarla. Y hoy, ese poder requiere del respaldo contundente de las democracias del mundo, sin descartar ninguna vía. Lo contrario es condenarnos a un ciclo eterno de diálogos inútiles mientras el país de nuestros hijos se sigue perdiendo.

También se debe reconocer el esfuerzo y el liderazgo que hoy encabezan María Corina Machado y el presidente electo, Edmundo González Urrutia, junto a un conjunto de fuerzas democráticas que han asumido con seriedad la tarea de construir una salida frente al régimen de Nicolás Maduro y su red de colaboradores.

Y hay que decirlo claro; se hizo todo lo que se tenía que hacer, sorteando las trampas, los obstáculos y las marramuncias que nos pusieron en el camino. Se hizo con riesgo, con dignidad, con organización y con una claridad que no habíamos visto en mucho tiempo. Sé lo que ha costado llegar hasta aquí —nadie me lo contó, lo viví—, y este proceso no es ni improvisado ni impuesto; es el resultado de años de resistencia y, finalmente, de una estrategia que, sumada al trabajo de base de miles, logró los resultados que en el pasado nunca obtuvimos.

 Entiendo perfectamente que la figura de María Corina Machado genere anticuerpos en algunos sectores. Comprendo las críticas, los desacuerdos históricos y las miles de razones por las que su estilo o sus posturas no agradan a todo el mundo. Eso es parte del debate político y es legítimo.

Pero, dejando a un lado las simpatías personales, hay que ser honestos y mirar los hechos. En un momento en que muchos otros dudaron, negociaron a espaldas del país o simplemente se borraron, ella se mantuvo firme. Tuvo, en una palabra, el guáramo de trazar una línea y no moverse de ella, aun cuando la atacaban desde el régimen y desde una parte de la misma oposición.

Mientras otros se perdían en la ambigüedad o buscaban el camino más cómodo, ella asumió el costo de estar allí. Y eso, en un país donde la coherencia se ha vuelto un bien tan escaso, tiene un valor inmenso. Se puede discrepar de sus ideas, pero es imposible no reconocerle esa tenacidad y esa valentía que a tantos otros les faltó. Al final, fue esa firmeza la que logró catalizar un descontento que andaba disperso y le dio una dirección clara, algo que no se había logrado en años. Y ese mérito, nos guste o no, la historia no se lo podrá quitar.

Y seamos sinceros, parte de la animosidad que despierta María Corina en ciertos círculos que se autodenominan "opositores" no tiene que ver con diferencias ideológicas. Para muchos de ellos, los llamados "alacranes", ella representa una amenaza directa a su propia supervivencia política.

Su firmeza no solo confronta a Maduro; también expone a aquellos que, desde una supuesta disidencia, han aprendido a convivir con el sistema, a beneficiarse de él y a jugar según sus reglas. Para este grupo, una oposición real e intransigente es tan peligrosa como el propio chavismo, porque pone en evidencia su propio juego de complicidades. Saben que si cae por una fuerza que ellos no controlan, su propio entramado de negocios y cuotas de poder también se viene abajo. Por eso no la quieren ver; ella es el espejo que les devuelve una imagen que no pueden soportar.

No es momento de perderse en debates sobre si esta es la forma correcta o no. No es tiempo de juzgar el detalle del escenario. ¿Acaso queda alguna duda? Esto es lo más cerca que hemos estado de lograr que se vayan. Tampoco es momento de obsesionarse con el "día D" o con el plan perfecto para el día después.

Si hay algo que tengo claro, es que los venezolanos, junto al liderazgo de María Corina y su equipo, sabremos asumir esta enorme responsabilidad con claridad y determinación. No llegamos aquí por azar; nos hemos preparado durante años, desde la resistencia interna y el exilio. Hay millones de venezolanos fuera del país, listos para regresar y aportar. A esta nación no le faltarán manos, talento ni voluntad para emprender la reingeniería profunda que exige el momento. Y lo haremos con firmeza, guiados por un plan claro, sin perder de vista las lecciones del pasado ni repetir los errores que tanto han costado en política.

Más allá del desgaste que sin duda significarán los primeros meses, nuestra principal preocupación no debe ser esa. Lo primero, lo único verdaderamente urgente ahora, es lograr su salida. El resto, lo construiremos.

Por eso, insisto, deben salir. No es por capricho ni por revancha, sino por una simple y cruda necesidad. Porque lo que tuvimos no fue un gobierno, fue el peor error histórico de nuestro país, fue abandono puro.

Y porque lo que viene, lo que merecemos, tiene que construirse desde la vida, no desde la ruina.

José Manuel Guzmán

Miembro de Red de Lideres

Comunitarios.

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