Nosotros cumplimos, y el país ya no aguanta más, deben salir.
Por José
Manuel Guzmán
Después de transitar nuestras
comunidades y tras tanta lucha en nuestros espacios de liderazgo, llego a una
certeza ineludible, una que se refuerza hoy desde mi rol como formador y mi fe
firme en la reforma educativa que necesita nuestra juventud.
El problema ya no es solo el rastro de
lo que han destruido, sino todo aquello que impiden que nazca. Cada día que
permanecen es una administración activa de las ruinas; un sabotaje a cualquier
intento de reconstrucción que no lleve su firma. Su presencia, simplemente, es
un veneno que esteriliza la tierra.
Esto ya no se trata de si lo hicieron
bien o mal, si fueron corruptos o ineptos. El debate es más simple. Su sola
existencia en el poder se ha convertido en el principal obstáculo para la vida.
No pueden arreglar nada, porque ellos mismos son la fractura. Por eso deben
salir. Y no lo digo como una consigna política vacía, sino como un requisito
fundamental para la supervivencia. Es el mismo instinto que obliga al cuerpo a
expulsar lo que le hace daño para poder, finalmente, empezar a sanar.
El país se ha desfigurado en lo
cotidiano. Lo vemos en la mirada de los jóvenes —como nuestros propios hijos—
que ya no sueñan con quedarse, y en los barrios donde la política dejó de
importar porque nadie cree en un sistema que junta ladrones y los llama
gobierno. Se siente en las aulas, donde hablar de democracia suena más a
sarcasmo que a contenido real.
Esto no es una crisis de matices ni de
interpretaciones técnicas; es un desgobierno que debe abandonar el poder. Deben
salir. No solo por el daño que han hecho, que ya es suficiente, sino por todo
lo que han impedido: la justicia, la prosperidad, la renovación y la dignidad.
La permanencia de quienes hoy ocupan el
poder no debería ser un tema de debate. No se trata únicamente de su
ilegitimidad electoral o de las violaciones a los derechos humanos, ambas
realidades bien documentadas y profundamente graves. Es, además, una imposición
sobre el tejido social. Es esa manipulación y control que se infiltra en la
vida diaria, en la economía, en la educación pública y en los espacios
comunitarios, justo allí donde la organización popular ha tenido que suplir la
ausencia sistemática del Estado.
Esa contradicción, donde el Estado se
ausenta de lo esencial y aparece solo para no hacer nada, no es un hecho
circunstancial; forma parte de una lógica estructural. Las comunidades se ven
obligadas a construir sus propios apoyos y a surfear las olas de la precariedad
para cubrir las fallas de un aparato que solo produce corrupción, represión y
mentira. Se ven forzadas a buscar soluciones efectivas ante la gran debacle de
la salud en el país, una situación escandalosa que es, por sí misma, criminal y
abominable.
Todo esto, además, se ejecuta con un
cinismo absoluto, como si la población fuera ignorante o ingenua. Actúan como
si la gente no entendiera que detrás de cada palabra oficial se esconde una
farsa y una clara estrategia de control.
Esa misma lógica se manifiesta en un
ejercicio distorsionado del poder, encarnado en figuras que no garantizan
derechos, sino que imponen una forma anárquica de gobernar. El colectivo
armado, la jefa del CLAP o los jefes de calle; presencias que no representan
institucionalidad, sino oportunismo, vigilancia, reparto condicionado y
subordinación territorial.
A este entramado se suman los corruptos
enquistados en las instituciones; el que cobra una vacuna para dar acceso a un
servicio de salud; el que trafica con gasolina; el que vende espacios de la
ciudad para permitir la economía informal; el que impone peajes ilegales en las
carreteras y roba sin desdén a cualquiera. Cada uno de ellos convierte el más
simple trámite en una extorsión cotidiana.
Ellos no son expresión de un Estado
social, sino de un Estado destruido, anárquico, vigilante, degradado y
clientelar. Por eso deben salir. Porque no gobiernan, ocupan. Porque no
garantizan, manipulan. Porque no representan, se imponen. Y porque mientras
sigan allí, todo lo que es justo, digno y posible seguirá siendo postergado.
Soy consciente de que mucho de lo que
describo puede sonar a lugar común. Quizás alguien, al leerme, piense que estas
ideas ya son de dominio público, que es un tema trillado. Y tienen razón. Pero
ahí, precisamente, radica la tragedia y la urgencia; que el horror se haya
vuelto cotidiano no lo hace menos horroroso. Que la denuncia se repita no la
hace menos necesaria. Al contrario, nos obliga a no callar, a nombrar lo
evidente hasta que deje de serlo.
Los venezolanos no estamos llamados a
resistir más; ya lo hemos hecho durante décadas. La gente sabe que este modelo
no es un proyecto político, no responde a lo social y no tiene nada de
revolucionario. Es, en realidad, una maquinaria de control sostenida por grupos
delictivos que operan desde las instituciones, en las calles y en los medios.
No representan una ideología legítima ni un proyecto de país. Son simplemente
estructuras de manipulación, mentira y chantaje.
Esto deben entenderlo con claridad los
jóvenes que hoy caminan junto al poder. Su acompañamiento no nace de la
convicción, sino de la necesidad, la desinformación o la simple costumbre. Han
sido el objetivo de una estrategia generacional diseñada para borrar la memoria
digna, romper los vínculos con referentes éticos y luchas históricas, y
convertir la precariedad en normalidad.
Si parecen no ver, no es por falta de
capacidad, sino por el bombardeo constante de propaganda, por el miedo y por la
urgencia de resolver el día a día. Frente a eso, nuestra tarea es pedagógica,
emocional y organizada. Debemos desmontar el engaño, recuperar la conciencia y
reconstruir el verdadero sentido de lo público.
Resulta aún más preocupante, y doloroso,
que muchas personas terminen apoyando este modelo, incluso aquellas que han
vivido el hambre, la miseria y el costo real de la precariedad. No hablamos
solo de jóvenes amoldados, sino también de generaciones que conocen el peso de
esta tragedia, que han resistido durante años, y aun así repiten el discurso
oficial como si fuera propio.
El adoctrinamiento mediático y digital
hizo su trabajo; envolvió, confundió y sedujo. Se impuso la narrativa del
miedo, la promesa vacía y la costumbre de sobrevivir como única forma de vida.
Lo más grave es que, en muchos casos, no se trata de ingenuidad, sino de
cálculo. Hay quienes prefieren sostener la mentira antes que admitir que han
sido parte de una estructura indigna, porque reconocerlo implicaría asumir una
responsabilidad incómoda.
Por otro lado, quienes cuentan con
referentes válidos de izquierda deberían ser los primeros en admitir que lo que
opera aquí no es un proyecto político. No hay horizonte, no hay debate ni
construcción de principios; lo que hay es una farsa. Esa rendición silenciosa
también es parte del problema. No basta con señalar al régimen. Es necesario
interpelar a una sociedad que ha aprendido a convivir con el abuso, que ha
naturalizado la injusticia y que ha convertido la excepción en rutina. La
prueba más reciente y contundente de este engaño es la expulsión del PSUV de la
COPPPAL, un veredicto de sus propios pares ideológicos que finalmente
desenmascara el fraude ante el mundo.
Lo más desconcertante es que, mientras
en otras latitudes estas estructuras son claramente identificadas como
delictivas, aquí todavía hay quienes las defienden, validan y promueven. Es
como si el acomodo personal pesara más que la verdad compartida.
La normalización del abuso ya ni
siquiera se disfraza; forma parte del funcionamiento cotidiano. No estamos
hablando solo de un poder autoritario, sino de una cultura que aprendió a
convivir con el hampa. Ya sea por miedo, por agotamiento o por simple conveniencia,
muchos aceptaron lo inaceptable. Vemos alacranes que negocian sin principios,
empresarios que se lucran del caos, comunicadores que maquillan la realidad y
ciudadanos que prefieren no mirar. El atropello, simplemente, dejó de ser la
excepción para convertirse en la regla.
Así, indignamente, muchos repiten que
merecen más diálogo, como si eso pudiera borrar años de robo y represión. Poco
les importa que se les identifique como responsables de crímenes de lesa
humanidad y corrupción sistemática. Aquí lo que pesa es el cuadre, el beneficio
y el silencio útil. No los respaldan por principios, sino porque forman parte
del mismo engranaje y saben que, si el régimen cae, también se les acaba el
negocio. Por eso siguen ahí, justificando lo indefendible, como si nadie
estuviera mirando. Y peor aún, como si fuéramos tontos.
Ya no se puede seguir respaldando este
desastre, y mucho menos por conveniencia. Profesionales, periodistas,
empresarios y medios de comunicación; todos deben decidir de qué lado están. Se
acabaron las excusas.
Hay un tipo de comunicadores que se
presta al teatro del poder, repitiendo el guion oficial como si fuera verdad, a
sabiendas del daño que hacen. A los jóvenes se les puede perdonar cierta
ingenuidad; pero a los que ya tienen historia, a los que se dejaron domesticar
por leyes como la Ley Resorte, a los que perdieron el decoro y se venden por
miedo o costumbre, no les queda defensa. Se acomodan, se callan y se venden. Y
mientras tanto, la sociedad convive con el abuso y normaliza lo que debería,
por principio, indignar.
Deben irse. porque el daño que han
causado es incalculable. Ni siquiera las cifras, que ya de por sí son groseras,
pueden medir lo que han roto por dentro. Lo he dicho muchas veces y lo sostengo
sin titubear: el delito más grave que deben pagar es el psicosocial. Es el
haber sometido a la sociedad venezolana a la humillación, a la ruina y a la
miseria. No solo destruyeron los valores; clavaron la daga del estómago vacío
en cada casa, en la resignación de la necesidad, en cada refrigerador desolado.
Es la muerte de nuestros familiares por un sistema de salud quebrado.
Convirtieron la pobreza en norma y la desesperación en rutina.
La economía nos aplastó durante años,
mientras la educación se desmoronaba con vergüenza. Hoy, más de ocho millones
de almas vagan por el mundo, arrancadas de su tierra junto con todo lo que
alguna vez nos sostuvo como país.
Duele ver cómo personas inteligentes
—amigos, familiares— fueron cegadas por esta maquinaria. Atrapadas en un daño
psicológico que les quebró el criterio, les borró la memoria y las obligó a
repetir el discurso del poder como si fuera propio. Se aferran a relatos
vencidos, a consignas huecas; a ideas que ya no explican nada y solo sirven
para justificar el desastre.
Por eso deben irse. Porque lo que han
hecho no se corrige con reformas ni con nuevas promesas; se corrige con verdad,
con justicia y con su salida definitiva del poder.
Que los venezolanos no hayamos salido
masivamente a las calles a enfrentarlos —como los partisanos en la Segunda
Guerra Mundial— es una realidad que tiene una clara explicación: ellos tienen
los tanques, las armas y el control de las instituciones. Por eso, ¿Pensar en una
estrategia definida para pedir apoyo internacional es válida? no solo es
válido, es necesario. Nuestros próceres ya siguieron ese camino al solicitar
ayuda exterior para fracturar la opresión española. No se trata de debilidad,
sino de inteligencia política frente a una estructura que no cederá por
voluntad propia.
Después de tantos años de errores, de
estrategias fallidas y de reuniones que no llevaban a nada, uno ya sabía que el
juego estaba trancado. Se firmaban acuerdos, se hacían tratados, y lo único que
se lograba era darle más tiempo al poder para seguir ahí, aferrado. Mientras
tanto, el país se caía a pedazos y nosotros, desde donde podíamos, resistíamos.
Ellos no cedieron por diálogo ni por
presión institucional. Solo cuando la estrategia se volvió clara y ciudadana —y
esto no me lo contaron, uno viene de allí, de la organización y de la lucha—
fue que empezamos a mover el terreno que ellos creían tener asegurado.
Esta vez sí había dirección. Se trazaron
fases, se cumplieron pasos y se organizó a la gente. Desde nuestras
organizaciones políticas se impulsó una formación electoral que fue histórica,
aunque pocos la reconozcan. Nos formamos, nos organizamos y, desde los espacios
comunitarios, acompañamos unas primarias que fueron saboteadas incluso por
quienes se dicen opositores. Pero igual salimos. Sin recursos, sin estructura y
sin garantías. La gente votó. Y votó con fuerza. María Corina fue la elegida,
sin discusión.
Pero claro, el gobierno hizo lo que sabe
hacer; trampas, mentiras e inhabilitaciones. No aceptaron a los candidatos
legítimos porque siempre buscan al opositor que les conviene, el que no
incomoda. Pasó uno, dos, tres candidatos, y ninguno fue aceptado. Al final,
dejaron pasar a Edmundo González, no porque quisieran, sino porque ya no les
quedaba otra. Necesitaban aparentar una apertura mientras, en realidad,
cerraban todas las puertas. Sabían que el país ya había elegido y que seguir
negando lo evidente solo los hundía más.
Así llegamos al 28 de julio de 2024, una
gesta de lucha histórica. Y sí, eso lo sabemos quiénes estuvimos ese día en los
centros electorales de todo el país. No fue una jornada cualquiera, fue un acto
de dignidad ciudadana. Cada voto emitido se convirtió en una respuesta directa
al abuso, al abandono y a la mentira.
Todo el mundo vio lo que pasó. La gente
salió, votó y se expresó sin confusión alguna; lo que hubo fue voluntad. Y
aunque el poder intentó disfrazar, manipular y controlar, la fuerza ciudadana
se impuso. Lo que vivimos ese día no fue una simple elección, fue el resultado
de trabajo previo, de organización y de aguante. Fue, también, el comienzo de
otra etapa, porque después de todo lo que hemos pasado, ya nadie puede decir
que no sabe lo que está en juego.
La expectativa era clara; la
incertidumbre, también. Sí, ya habíamos hecho todo. Los venezolanos cumplimos,
hicimos nuestro trabajo. No somos ingenuos, aunque ellos insistan en
subestimarnos. ¿Iban a entregar el poder por voluntad propia? Por supuesto que
no. Eso lo sabíamos desde el principio.
Pero también sabíamos que este era el
escenario perfecto para dejarlos expuestos. Sin actas, sin resultados y sin
transparencia, se robaron la elección a plena vista. Lo único que quedaba era
salir a buscar apoyo internacional, porque el mensaje era evidente; no iban a
entregar el poder por votos ni por presión interna. Solo cederían con fuerza
externa, con respaldo real, con los ojos del mundo puestos sobre ellos. Aquí
adentro ya lo habíamos hecho todo. La estrategia internacional debía comenzar
en ese punto; convencer, con hechos, que los venezolanos habíamos cumplido y
que unos delincuentes sin moral estaban secuestrando a toda una nación.
Además, hay una verdad que ya nadie
puede esconder, lo que maneja a Venezuela no es un gobierno, es un cartel. Y no
son solo un problema interno; son una amenaza para todo el hemisferio.
Entonces, ¿por qué no pedir apoyo? ¿Por qué no buscar respaldo internacional si
lo que enfrentamos no es una disputa política legítima, sino una estructura
criminal que se sostiene con armas, dinero sucio y alianzas oscuras?
Hoy, a pesar de la tragedia que todos
conocemos, hay quienes comienzan a esbozar una narrativa de "paz". La
presentan como un gesto de altura política, como un camino necesario. Pero no
nos engañemos. Detrás de esa romántica y absurda narrativa se esconde una
peligrosa trampa; la de blanquear la imagen de Maduro y su gente, la de
presentarlos como si fueran blancas palomas que nunca han roto un plato.
Y yo me pregunto; ¿de verdad somos
capaces de darles una enésima posibilidad de dialogo? ¿Justo ahora, cuando lo
que ocurre ante nuestros ojos es completamente vulgar, desfachatado y criminal?
¿Se puede hablar de paz con quien ha hecho de la violencia y el abuso su única
forma de gobernar? Ofrecerles una tregua no es un acto de conciliación; es un
acto de rendición ante lo inaceptable. Es, además, darles más ínfulas para que
sigan aprovechándose de la diplomacia, burlándose de la gente y de los países
que de buena fe han intentado mediar.
Durante años hemos sostenido lo
insostenible. Reconocimos a la fuerza que lo que vivimos no era democracia,
sino una estructura de delincuencia organizada en el Estado. Lo que alguna vez
soñó Pablo Escobar —un poder político blindado por dinero, miedo y carteles—
aquí se volvió práctica institucional. Mientras todo se venía abajo —servicios,
instituciones, vínculos, certezas— nos tocó resistir, sostenernos como pudimos
y entender que sobrevivir no era suficiente. En ese tránsito duro y prolongado
aprendimos lo esencial. Lo que no debe repetirse.
¿Cómo entender que quieren seguir en el
poder, cuando hoy —mientras escribo estas líneas— el desgobierno se hace más
profundo y se nota en cada rincón? El dólar sube sin control. Los alimentos se
vuelven cada día más inalcanzables. Aumentan las tarifas de los servicios
públicos y del transporte sin ninguna lógica, mientras ocurre lo más
abominable, nuestros ancianos y jubilados siguen sin pensiones dignas, sin
medicinas, sin salud. Mueren de mengua y de olvido. Después de que Chávez
jurara que los viejos de este país no pasarían más miserias, hoy están peor que
nunca. Nuestros maestros también; sin un salario meritorio, sin condiciones,
sin el menor respeto.
Y a pesar de esta realidad devastadora,
siguen invirtiendo una cantidad obscena de dinero para aferrarse al poder.
Despilfarran en cuñas, propaganda y producciones mediáticas costosas —al más
puro estilo de Adolf Hitler y su aparato ejecutado por Joseph Goebbels—, todo
para seguir engañando a los pocos e ingenuos seguidores que aún les quedan. Es
un espectáculo grotesco que ocurre mientras los hospitales no tienen recursos y
los venezolanos reciben ingresos y pensiones que son, literalmente, de hambre.
Frente a todo esto, la pregunta se
repite; ¿cómo es posible que esta gente quiera seguir gobernando? ¿Qué más
necesitan destruir para que se les diga, de una vez por todas, que ya basta?
Hoy escucho sus discursos y,
sinceramente, lo que siento es una mezcla de lástima y rabia. Pareciera que se
les olvidó, convenientemente, que fueron ellos quienes fragmentaron este país
hasta romperlo. Con sus políticas populistas implosionaron la ética y lo poco
decente que nos quedaba, negando cualquier posibilidad real de crecimiento.
Y ahora, en un acto de cinismo supremo,
son ellos los que llaman a la “unidad”. Pero se les nota el miedo, el terror.
El miedo y la presión externa de los EE. UU., respirándoles en la nuca, genera
en ellos descalabro. Siguen cayendo caretas, siguen dando pasos erráticos,
meten la pata una y otra vez, y no dejan de ser el centro de la inmundicia.
Cada día se develan más actos de corrupción: presos en Estados Unidos
detallando sus componendas y confesando cómo destrozaron un país; se estrellan
avionetas de testaferros; y ellos siguen corrompiendo, robando y destruyendo.
Entonces, después de todo esto, ¿por qué dudar? ¿Por qué dudar de que deben
salir? Así sea con el apoyo y la presión externa.
Impulsan de nuevo las ya vencidas letras
de la "bota imperialista", repitiendo que Estados Unidos es el
enemigo que quiere nuestro petróleo y hasta nuestras mujeres, como si todavía
estuviéramos en el siglo XVIII. Con esa excusa, llaman a defender la patria. Usando
el precepto constitucional —después de haber ultrajado nuestra Constitución un
sinnúmero de veces—, decretan un estado de "conmoción" externa y
pretenden que nuestros hijos, que los ciudadanos que ellos mismos
empobrecieron, salgan a defenderlos.
¿Defender qué? ¿Un proyecto que solo ha
traído miseria? ¿Una "conmoción" externa, cuando fueron ellos, junto
a su terrorismo de Estado, quienes nos han sometido a más de dos décadas de
profunda “conmoción” humana? Y aquí cabe preguntarse: ¿acaso sus hijos, o los
hijos de sus acólitos enchufados, también estarán en las listas para
"defender la patria"? ¿O el sacrificio, como siempre, será solo para su
gente?
La verdadera unidad en Venezuela ya
existe, pero que no se equivoquen; no es la que ellos pregonan en sus discursos
vacíos. La unidad real es la de ese noventa por ciento que nació y se consolidó
precisamente en su contra, una unidad forjada en el rechazo colectivo a su
desastre.
Es una unidad que no necesitó de
propaganda ni de cadenas nacionales. Se construyó en la calle, en la
organización silenciosa, en la solidaridad del día a día. Y esa fuerza social,
que andaba dispersa, finalmente se apertrechó de un liderazgo emergente que
supo interpretarla, que le dio dirección y que la convirtió en una mayoría
política contundente el 28 de julio.
Por eso, que ahora sigan insistiendo con
su llamado a la "unidad" no es más que un continuo y descarado
insulto a nuestra inteligencia. Pretenden usar la palabra "unidad"
como un escudo para justificar su permanencia en el poder. Ellos saben
perfectamente que son minoría, que perdieron incluso a su propia gente con
tantas mentiras.
Su llamado a la "unidad" es
una táctica de manipulación dirigida a los pocos que aún los escuchan y, sobre
todo, al público internacional. Es un intento desesperado por vender una imagen
de legitimidad y de control que ya no tienen. Es la prueba definitiva de que,
aunque perdieron el país, no renunciaran al poder.
Quien haya estudiado los elementos
históricos más básicos de nuestro país sabe que esta retórica del "enemigo
imperialista" es una farsa monumental. Durante el siglo XX, la relación
comercial entre Venezuela y Estados Unidos fue una de las más estables y
estratégicas del hemisferio. No es una opinión, son hechos. Décadas de
intercambio fluido en las que nuestro petróleo encontró en el mercado
estadounidense un destino constante y seguro.
Esa interdependencia no fue solo
económica; marcó una época. Las inversiones norteamericanas en energía,
telecomunicaciones y banca fortalecieron nuestra infraestructura y, en ese
terreno, Estados Unidos se ganó una reputación firme: la de un socio que pagaba,
que cumplía, que honraba sus compromisos. No había impagos ni rupturas
unilaterales.
Por eso es tan absurdo escucharlos hoy.
Ignoran deliberadamente que, más allá de cualquier diferencia política, existió
una relación de respeto comercial y beneficio mutuo. Usan la historia como un
arma, pero solo la parte que les conviene, borrando los hechos que demuestran
que la cooperación es posible cuando hay seriedad y no una agenda de saqueo
disfrazada de ideología.
Con esto no niego que existan elementos
legítimos para un debate necesario sobre la dominación y lo que Aníbal Quijano
llamó la "colonialidad del poder" en América Latina. Esa es una
discusión que debemos tener. Pero, honestamente, ¿qué nombre académico le
ponemos a la demolición sistemática —realizada por Chávez, Maduro, Diosdado,
los Rodríguez, Padrino y su red de cómplices— de la que fue, hace apenas 27
años, la nación más hermosa y pujante de este continente? A esto no se le puede
llamar política. Esto tiene otro nombre: depredación.
No se trata de entregar la patria, se
trata de recuperarla. Porque si algo se entregó aquí, fue nuestra soberanía. Se
la entregaron a Cuba, Rusia, Irán, China y a los grupos irregulares que hoy
operan con total libertad en nuestro territorio.
¿Y ahora ellos vienen a decir que pedir
ayuda es traición? ¿Quién, desde su amor a la patria, se negaría a protegerla?
El problema es que ellos no son ni representan la patria. Confunden
deliberadamente para hacerle creer a todos que es a Venezuela a quien se
agrede, cuando en realidad son ellos los que deben salir. Venezuela no está
amenazada; los que están amenazados son ellos y el inminente final de su
prontuario criminal.
Traición fue ceder el país a intereses
foráneos mientras se pisoteaba y reprimía al pueblo venezolano. Lo que estamos
haciendo ahora es exactamente lo que toca: buscar aliados para desmontar una
maquinaria criminal que, evidentemente, no iba a ceder el poder por si sola.
Por eso, desde mi espacio de lucha, con
una esperanza altísima y una convicción democrática que no negocio, no puedo
hacerme eco de esas voces que hoy esbozan un romanticismo irracional en contra
de la presión internacional.
Escucho a quienes, con una pureza casi
abstracta, argumentan que "los problemas de los venezolanos los resolvemos
los venezolanos", como si estuviéramos hablando de una disputa política
convencional. Ese argumento, que en un país normal sería un principio loable,
aquí se convierte en una trampa mortal. Ignora deliberadamente que no nos
enfrentamos a un gobierno con el que se puede dialogar, sino a una estructura
criminal que ya ha demostrado que no le importa ni la constitución, ni los
votos, ni la vida.
Apelar a un pacifismo idealista frente a
un cartel que secuestró un país es, en la práctica, una forma de complicidad.
Es pedirle a la víctima que no grite para no molestar a los vecinos. La
realidad, cruda y simple, es que las fuerzas internas, a pesar de su heroísmo y
de la victoria electoral del 28 de julio —y vaya que lo sabré yo por lo vivido
ese día—, ya llegaron a su límite. Cumplimos. Votamos. Nos organizamos. Y la
respuesta fue el robo, la burla y la represión.
Por eso, ese apoyo internacional debe
ser visto como lo que es, la presión externa necesaria, el último recurso ante
un régimen que se está quedando visiblemente solo en el mundo. Ya no quedaba
otra opción. Solo algunos actores irracionales, o aquellos con intereses
inconfesables, se atreven todavía a defenderlos.
Seamos claros, Maduro no es el
presidente de Venezuela. Ocupa el poder de manera ilegítima, aferrado a él
después de robar una elección. Y es aquí donde debemos detenernos y pensar en
el futuro, porque la inacción tiene un costo devastador. Solo imaginen a este
régimen treinta años más en el poder. Imaginen el costo de que se coman a dos
generaciones más, de que nos coloquen en la senda de los países destruidos, en
un escenario quizás peor que el de Cuba.
Pedir apoyo internacional, incluyendo la
consideración de todas las opciones que la diplomacia y la fuerza pueden
ofrecer, no es un acto de traición, es un acto de realismo. Hay que entender
que ciertos problemas no se arreglan con paños calientes. Cuando nuestros
libertadores buscaron ayuda afuera, no fue por ser débiles, sino por pura
estrategia. Ellos sabían bien que hay cadenas que, simplemente, no se rompen
sin aplicar una fuerza mayor.
No se trata de desear un escenario de
violencia, nadie en su sano juicio lo hace. Se trata de dejar de ser ingenuos y
entender que para negociar con una mafia, primero hay que demostrarle que
tienes el poder para desmantelarla. Y hoy, ese poder requiere del respaldo
contundente de las democracias del mundo, sin descartar ninguna vía. Lo
contrario es condenarnos a un ciclo eterno de diálogos inútiles mientras el
país de nuestros hijos se sigue perdiendo.
También se debe reconocer el esfuerzo y
el liderazgo que hoy encabezan María Corina Machado y el presidente electo,
Edmundo González Urrutia, junto a un conjunto de fuerzas democráticas que han
asumido con seriedad la tarea de construir una salida frente al régimen de
Nicolás Maduro y su red de colaboradores.
Y hay que decirlo claro; se hizo todo lo
que se tenía que hacer, sorteando las trampas, los obstáculos y las
marramuncias que nos pusieron en el camino. Se hizo con riesgo, con dignidad,
con organización y con una claridad que no habíamos visto en mucho tiempo. Sé
lo que ha costado llegar hasta aquí —nadie me lo contó, lo viví—, y este
proceso no es ni improvisado ni impuesto; es el resultado de años de
resistencia y, finalmente, de una estrategia que, sumada al trabajo de base de
miles, logró los resultados que en el pasado nunca obtuvimos.
Entiendo
perfectamente que la figura de María Corina Machado genere anticuerpos en
algunos sectores. Comprendo las críticas, los desacuerdos históricos y las
miles de razones por las que su estilo o sus posturas no agradan a todo el
mundo. Eso es parte del debate político y es legítimo.
Pero, dejando a un lado las simpatías
personales, hay que ser honestos y mirar los hechos. En un momento en que
muchos otros dudaron, negociaron a espaldas del país o simplemente se borraron,
ella se mantuvo firme. Tuvo, en una palabra, el guáramo de trazar una línea y
no moverse de ella, aun cuando la atacaban desde el régimen y desde una parte
de la misma oposición.
Mientras otros se perdían en la
ambigüedad o buscaban el camino más cómodo, ella asumió el costo de estar allí.
Y eso, en un país donde la coherencia se ha vuelto un bien tan escaso, tiene un
valor inmenso. Se puede discrepar de sus ideas, pero es imposible no
reconocerle esa tenacidad y esa valentía que a tantos otros les faltó. Al
final, fue esa firmeza la que logró catalizar un descontento que andaba
disperso y le dio una dirección clara, algo que no se había logrado en años. Y
ese mérito, nos guste o no, la historia no se lo podrá quitar.
Y seamos sinceros, parte de la
animosidad que despierta María Corina en ciertos círculos que se autodenominan
"opositores" no tiene que ver con diferencias ideológicas. Para
muchos de ellos, los llamados "alacranes", ella representa una
amenaza directa a su propia supervivencia política.
Su firmeza no solo confronta a Maduro;
también expone a aquellos que, desde una supuesta disidencia, han aprendido a
convivir con el sistema, a beneficiarse de él y a jugar según sus reglas. Para
este grupo, una oposición real e intransigente es tan peligrosa como el propio
chavismo, porque pone en evidencia su propio juego de complicidades. Saben que
si cae por una fuerza que ellos no controlan, su propio entramado de negocios y
cuotas de poder también se viene abajo. Por eso no la quieren ver; ella es el espejo
que les devuelve una imagen que no pueden soportar.
No es momento de perderse en debates
sobre si esta es la forma correcta o no. No es tiempo de juzgar el detalle del
escenario. ¿Acaso queda alguna duda? Esto es lo más cerca que hemos estado de
lograr que se vayan. Tampoco es momento de obsesionarse con el "día
D" o con el plan perfecto para el día después.
Si hay algo que tengo claro, es que los
venezolanos, junto al liderazgo de María Corina y su equipo, sabremos asumir
esta enorme responsabilidad con claridad y determinación. No llegamos aquí por
azar; nos hemos preparado durante años, desde la resistencia interna y el
exilio. Hay millones de venezolanos fuera del país, listos para regresar y
aportar. A esta nación no le faltarán manos, talento ni voluntad para emprender
la reingeniería profunda que exige el momento. Y lo haremos con firmeza,
guiados por un plan claro, sin perder de vista las lecciones del pasado ni
repetir los errores que tanto han costado en política.
Más allá del desgaste que sin duda
significarán los primeros meses, nuestra principal preocupación no debe ser
esa. Lo primero, lo único verdaderamente urgente ahora, es lograr su salida. El
resto, lo construiremos.
Por eso, insisto, deben salir. No es por
capricho ni por revancha, sino por una simple y cruda necesidad. Porque lo que
tuvimos no fue un gobierno, fue el peor error histórico de nuestro país, fue
abandono puro.
Y porque lo que viene, lo que merecemos,
tiene que construirse desde la vida, no desde la ruina.
José
Manuel Guzmán
Miembro
de Red de Lideres
Comunitarios.
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